Todo empezó con una Werlisa Club Color que mi abuelo compró y que fue pasando de mano en mano. No disparaba aún, pero ya jugaba a mirar por el visor, como si el mundo pudiera ordenarse desde ahí dentro.
Más tarde llegaron los conciertos, el pulso rápido de las luces y el sonido. Empecé con una digital, cubriendo escenarios donde todo ocurría y desaparecía en segundos. Allí aprendí a anticipar, a disparar con intuición, a perseguir la imagen sin tener del todo claro qué buscaba.
Quise saber más… Y la técnica me atrapó. Me formé, y el tiempo me llevó al trabajo en analógico. Fue un camino pausado, de descubrimiento, de volver al origen. Me atrapó esa espera, ese ritual, esa forma más física y más íntima de hacer imágenes.
La fotografía fue tomando otras formas, cruzándose con la poesía, los viajes y esa necesidad de contar. Crear se volvió una manera de estar, y la docencia, un espacio en el que seguir aprendiendo.
Hoy sigo buscando, pero cada vez que disparo sé que intento lo mismo: retener un poco de esa luz que, fugaz, deja siempre algo encendido.
